Casa Moneo: la tienda que no me olvidó y la memoria perdida de la cocina latina en Nueva York
- Diana Pérez
- Mar 29
- 5 min read
Updated: Jun 18
Antes de que las bodegas fueran íconos de Nueva York, existía Casa Moneo—una tienda española que alimentó a mi familia, surtió las clases de Diana Kennedy y guardaba una historia latina casi olvidada.

La gente cree que los mexicanos somos una presencia reciente en Nueva York, pero no es así. Siempre hemos estado aquí—viviendo, alimentando, creciendo y amando en esta ciudad desde hace muchas décadas, mucho antes de que se sirviera mezcal en los antros de Brooklyn.
Aun así, al crecer como mexicana en Nueva York, muchas veces me sentía sola. En el Upper West Side, los únicos mexicanos que conocía eran mis primos, y los encuentros con los hijos de la señora mexicana que atendía la lavandería en la Avenida Amsterdam eran escasos. Claro, teníamos amigos de la familia con hijos, pero vivían lejos, en Queens. Y los neoyorquinos, a veces, somos un poco como de provincia: no nos gusta alejarnos mucho de nuestro propio rancho.
Una mexicana nace en “Nueva Yol”
“Hay quienes son de Nueva York y quienes son neoyorquinos,” me dijo hace poco un ex-colega. “Tú, querida amiga, eres neoyorquina.”
Los verdaderos neoyorquinos no se hacen, sino nacen—como nos gusta decir. Enséñame tu certificado de los Regents—o de los RCT—y te diré si eres de a de veras. Si no, lo siento. Quizá te toque en otra vida.
Nací en Nueva York—bendecida desde la cuna. En la primaria, estuve matriculada en un programa bilingüe que alternaba idiomas cada día: un día en inglés y el siguiente en español. Todo el año fue un ir y venir constante entre idiomas, una vida en corrientes alternas, cambiando de polaridad con cada amanecer.
Hasta el quinto grado, mis primos y yo éramos los únicos mexicanos en la P.S. 84, parte de un mosaico de compañeros boricuas, dominicanos, colombianos, ecuatorianos, peruanos, afroamericanos y judíos. Cada año, la comida de Thanksgiving en la escuela se presentaba sobre escritorios alineados en los pasillos—una larga mesa comunal que reflejaba un Nueva York que rara vez aparece en la historia oficial.
En casa, vivíamos en español—respirábamos, reíamos y discutíamos en él—mientras las telenovelas, los noticieros del Canal 41 o 47, y los titulares de Noticias SIN, la versión temprana de Univisión sonaban a través de la tele.
Los sábados eran para reuniones familiares—cumpleaños, bautizos o partidas de póker o conquián, con la baraja española. Los domingos eran para el fútbol mexicano, carne apache—botana legendaria en mi familia—y tardes largas frente a Siempre en Domingo.
Rumbo a Casa Moneo
Ya de adulta, cuando empecé a cocinar y a buscar ingredientes por mi cuenta, volví a recordar Casa Moneo—una tienda ubicada en la Calle 14, entre la Séptima y la Octava avenidas. Ir allí se convirtió en una especie de peregrinación: un viaje en autobús de casi una hora en la línea M7 hasta la última parada, solo para comprar chorizo, frijoles negros, tomates, maíz pozolero, masa harina y otros productos básicos mexicanos. “Pues era el único lugar en Manhattan donde vendían productos mexicanos en aquel entonces,” me dijo mi mamá hace poco. Casa Moneo era mucho más que una simple bodega: era una embajada no oficial para una comunidad que aún se sentía demasiado pequeña como para ser vista.
Adentro, el pequeño local estaba lleno de estantes repletos de cazuelas brillantes y barnizadas—ollas de barro anchas y poco profundas, hechas para moles de cocción lenta y guisos que pedían tiempo. Sobre ellas colgaban cucharas de tamal y molinillos para chocolate caliente, justo encima de las cajas de chocolate en tabla de Ibarra y La Abuelita. El pasillo estaba repleto de frascos de chiles en vinagre y nopales en escabeche. Al fondo, me esperaban los panes dulces que tanto amaba: conchas rositas, blancas de vainilla y cafécitas de chocolate—tiernos, fragantes y dulces, como un descanso dominical.
Casi cerca, el aroma del orégano seco se mezclaba con el del comino y el achiote, marcando el sendero hacia un refrigerador repleto de chorizos—el mexicano, fresco; el español, curado—una gama de rojos, cada uno impregnado de humo y pique. Pero en Casa Moneo no se vendían chorizos sellados al vacío. Cuando el tendero—por lo general, algún miembro de la familia Moneo—abría el refri, el olor a pimentón y a chiles en salsa, embutidos en carne de cerdo, salía con la ferocidad de un toro entrando en la plaza de toros.
Entre recuerdos, sabores y un golpe con guantes de seda
No fue sino hasta que empecé a cocinar para mí misma, buscando aquellos ingredientes de las comidas de mi niñez—como la cecina con frijoles y chorizo—que me di cuenta de lo fácil que se era encontrar lo que antes parecía escaso. Tomates, masa harina, chiles secos... hoy están disponibles a solo pocas cuadras de mi casa en el Alto Manhattan, o con solo un clic cibernético, directo desde México. Hoy en día ese acceso se siente natural, casi imperceptible, como si siempre hubiera estado allí—aquí, con nosotras. Aunque, claro, no siempre fue así.
Mientras caminaba entre bodegas y pasillos de supermercado, con una confianza silenciosa, me regresó un recuerdo de Casa Moneo—como una nota en una canción de Juan Gabriel que no había escuchado en años. Llegó sin esfuerzo ni urgencia, sino con una insistencia—como una memoria con garras suaves, como un canto de sirena hacia algo más antiguo, algo que alguna vez fue esencial, como una emboscada tierna. Cuanto más trataba de recordarla, más intentaba invocarla, más la ahuyentaba—como mirar dentro de un ámbar que se ha vuelto opaco con el tiempo, pañoso por el polvo que impide ver más allá. Pero ahora lo recuerdo con total claridad: probé mi primer churro en Casa Moneo—un tubito de masa frita candente, cubierto con más azúcar que canela, envuelto en esa bolsa de papel típica con la que las bodegas esconden la cerveza fría en pleno verano. Chinga, todavía lo puedo saborear.
Mi única respuesta ante ese llamado claro y sonoro fue, naturalmente, en forma de pregunta: ¿Qué era este lugar?¿Cómo fue que Casa Moneo se convirtió en la única tienda de todo Manhattan que funcionaba como nuestra bodega—el sitio al que mi familia acudía por chorizo, chocolate en tabla, churros y conchas? ¿Y por qué se llamaba Casa Moneo? ¿Quiénes eran exactamente los Moneo que hicieron de la tienda un hogar para la comunidad?
Los Moneo: el misterio detrás del nombre
Como bien sabe un buen investigador, preguntas como estas son senderos que nos conducen a lo inesperado. Para darles una idea, descubrí que Casa Moneo formó parte de una comunidad hispanoamericana que echó raíces en Nueva York a finales del siglo XIX, justo cuando España perdía sus antiguas colonias. Esa misma comunidad incluía a la familia Unanue, que más tarde fundaría Goya Foods, y al poeta revolucionario cubano José Martí, quien lanzó uno de los primeros periódicos en español en Estados Unidos: Patria. Durante los años setenta, Diana Kennedy, recién llegada de México y con el deseo de enseñarles a los estadounidenses cómo cocinar nuestra comida, encontró los ingredientes principales en Casa Moneo.
A finales del siglo XIX, muchos inmigrantes españoles en Nueva York formaron sociedades cívicas basadas en sus orígenes provinciales—redes que se extendieron por Puerto Rico y Cuba antes de echar raíces en la ciudad. Resulta que los Moneo pertenecían a ese mismo linaje. Casa Moneo, entonces, no era solo una tienda: era un vestigio vivo de un Nueva York hispanoparlante, un eslabón entre las bodegas, las marcas, y la historia más amplia de los latinos que plantaron raíces en esta ciudad justo cuando el sol se caía sobre el imperio español. Pero, ¿cómo fue que esta tienda de inmigrantes españoles llegó a surtirse de ingredientes mexicanos para una comunidad diminuta—casi invisible—en Manhattan?
Así que sí, fue mi curiosidad culinaria la que me trajo hasta aquí. Pero lo que encontré fue historia, migración y memoria—conservadas en el aroma del chorizo y los churros espolvoreados con azúcar.
¿Me acompañas?
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